Una canción.
Escuchamos una canción en el texto de Germán Kleiner.
Una melodía que se desprende de la prosa poética, de las decisiones fragmentarias del lenguaje, de la puntuación caprichosa, imperfecta pero necesaria. Del afán por reproducir lo imposible, porque no hay nada más irreproducible que la voz atropellada del que vio lo inenarrable.
Y ahí, donde lo real no es posible, donde el lenguaje periodístico se vuelve maniqueo, impreciso, manipulable, habita la ficción como forma de la redención de los que no tienen voz.
Entonces, una canción con el ritmo de la calle, de la sombra, de la reja. La melodía de la poesía. La poética del dolor.
Una canción atrapada en un libro.
Una voz ocultada en lo profundo de una caverna. Permeada por la humedad de la celda, asfixiada por el humo de los colchones prendidos fuego. Una señal de protesta. El prólogo de la tragedia.
Son muchas las veces que la ficción -desde el cuento, la novela, la poesía narrativa- se apropia de lo real para decir algo más, para decir lo no dicho y así convertirse en el lado B de las crónicas casi siempre policiales, casi siempre policíacas. Hay en ese afán de la denuncia un riesgo: la pérdida de la belleza, del hecho artístico, en pos de la denuncia. El riesgo de la alegoría transparente, del panfleto. ¿Acaso, entonces, no hay lugar para la denuncia y la apropiación crítica de lo “real” desde la literatura? Sí, claro que sí. El lugar existe y el riesgo, entonces, es habitarlo.
El caso de Creer en algo (aunque nos mate la humedad) podría ser un ejemplo de esto. De la forma audaz de volver a contar lo ya contando. De decir (prefiero decir cantar) algo más de lo que se dijo en los medios y en los textos de denuncia sobre la Masacre de Pergamino.
Sabemos que, en 2017, en la comisaría de Pergamino, dos pibes se cruzaron en una pelea en las celdas hacinadas. A pesar de la advertencia de los otros detenidos de que no los dejaran en el mismo calabozo porque era para cagadas, la policía prefirió que lo resolvieran entre ellos. Se pudrió y los verdugos no tardaron en imponerle el castigo a todos. Diecinueve cuerpos asediados por el encierro y el calor. Entonces la protesta, el humo de los colchones, una nube tóxica de gomaespuma en llamas ocupando el poco aire en el espacio atollado de cuerpos, sobrepoblado hasta el hacinamiento. Eso es lo que sabemos. Y que murieron siete personas, tres pibes menores de edad. “Mamá bení rápido que nos matan la Policía”, escribió uno de ellos diez minutos después de que empezara el fuego.
Kleiner se apropia de esto. De la tragedia, de la violencia, del dolor, de la voz imperfecta, de la música atronadora de los borcegos retumbando en los pasillos húmedos. De la reja. Del fuego que purifica y mata. Se apropia, Kleiner, y narra con la cadencia de un rap estrangulado desde el punto de vista de quien habita la sombra y pide por su madre. “Mamá bení…”, dice el mensaje que la realidad dejó estampado en las noticias; “ayudame compa/ quiero ver a mi vieja / quiero salir”, escribe Kleiner, canta el narrador, pide ayuda a uno de los suyos porque los demás, los otros que están ahí, son los verdugos.
El canto como oración.
La pregnancia de la prosa poética se revela en la construcción del mundo narrado. En la voz poética de quien narra que cruza el registro literario con el argot propio de los marginados. No hay quiebres en ese cruce, se amalgama la lengua, se vuelve canción y súplica.
Porque cuando la desesperación habita todo, buscamos allá, donde no sabemos qué puede haber, pero existe la esperanza. La fe. Entonces, el Gauchito Gil se vuelve receptor de la súplica, de la voz desesperada que mezcla lo que fue, lo que es y lo que necesita que sea… le suplica al Gauchito, le pide su libertad, su vida. Le pide a él, como le pide al compa que lo ayude, porque es un compa el Gauchito también: ese fugitivo atenazado por la ley, colgado de los tobillos para degollarlo con su propio filo ahí, en la tierra árida, al costado del camino, donde se volvió mito y protector de los perseguidos se vuelve mímesis, con él asiste a la tragedia en una celda perdida de la provincia de Buenos Aires.
Y en el Gauchito y el pibe chorro que le reza, la tradición. La literatura argentina del siglo XIX: El gaucho Martín Fierro, el poema narrativo canonizado. Pero también sus apropiaciones y reescrituras como la del poeta Oscar Fariña y su Guacho Martín Fierro. La sustitución del sujeto social perseguido por el Estado como continuidad de una opresión racista, el Estado liberal que descarga su violencia sobre los cuerpos marginados.
Hay más. Mucho más en las capas de lecturas que propone Creer en algo….
Pero, sobre todo, lo que hay es un ritmo… la cadencia de una voz que canta. Un payador tumbero que pide por su madre, pero que sobre todo pide, como último deseo, que lo leamos, que no es otra cosa que escucharlo.