Rivas y Carlos Calvo
Alguien alguna vez me contó la historia del Loco Hugo, un viejo no tan viejo que vive en los ranchitos de la esquina del barrio de Luz y Fuerza. Y digo alguien alguna vez porque no hay certezas, porque a la historia de Hugo la construyeron entre todos. Un vecino escuchó esto, otra vecina dijo lo otro, la abuela de aquel vio aquello y el hijo de tal le contó a cuál.
La historia del Loco Hugo es un poco verdad y otro poco… quién sabe.
Ya casi nadie lo ve por el barrio, pero la fachada de su casa, mitad material y mitad madera pintada de celeste, una estanciera del mismo color arrumbada en la vereda casi en la puerta de entrada y el carro destartalado, son prueba suficiente de que aún existe.
O existía.
Esa casita con techo a dos aguas supo ser el hogar de Jorge y María, los padres de Hugo.
A comienzos de los 60, cuando el barrio de los trabajadores de SEGBA empezaba a pensarse, la joven pareja heredó de parte de la familia de María un pequeño terreno casi en la esquina de Rivas y Carlos Calvo, justo enfrente de las casitas que empezaban a levantarse como clonadas una junto a la otra. En ese lugar comenzarían a construir una familia.
Y se sintieron afortunados.
Y ciertamente lo fueron.
Jorge trabajaba cargando materiales en la Cantábrica, donde era delegado. Mientras tanto María hacía algunos trabajitos de costura. Por deseos de su madre, había hecho un curso de corte y confección cuando era chica y eso ahora la mantenía ocupada los días que su marido se quedaba trabajando doble turno. No necesitaban más plata, Jorge trabajaba bien y su sueldo les alcanzaba para vivir e ir sin prisa pero sin pausa avanzando con la casa.
Sin prisa pero sin pausa al comienzo, ya que poco tiempo después María dejó de hacer trabajos de costura para dedicarse a tejer escarpines. Un bebé ya estaba en camino.
La elección del nombre no había sido al azar, Jorge lo había pensado en el instante mismo en que su esposa le confesó sus sospechas de estar embarazada.
Si era varón, Juan Domingo. Si era nena, Eva.
Esas hubieran sido sus únicas opciones, pero la proscripción del peronismo los llevó a pensar en una más, sería el nombre de esa voz que unía las voces de todos sus compañeros en una sola. Hugo del Carril.
Y un poco en contra de los deseos y temores lógicos de María, finalmente así lo llamaron.
Hugo.
Pero la fortuna fue breve.
Hacia fines del 65 Jorge tuvo que irse de la fábrica, y por unos meses, que parecieron años, debió quedarse guardado. Fue por esos días cuando el tiempo comenzó a detenerse en la casa.
Se mantuvieron con los trabajos que hacía María. Algunas vecinas del barrio le traían los uniformes de sus maridos para hacerle un dobladillo o ponerle algún parche, y entre las bolsas con la ropa, iban disimulados paquetes de arroz y fideos.
Estas flaquita, María, cuidate que tenés que cuidar al bebé, le decían. Y María agradecía con una sonrisa, pero también con tristeza. No podía hacer mucho más. Hasta que una mañana, de la que nadie parece conocer la fecha exacta, llegó Huguito.
Suelen decir que los hijos vienen con el pan debajo del brazo, y tal vez así lo hizo él, porque cuando más necesitados estaban, María consiguió trabajo en La Castelar, una de las fábricas textiles más grandes de la zona. Y Jorge, aunque no pudo volver a su trabajo, poco a poco encontró cierta tranquilidad en la calle.
En esa época, la que trabajaba turnos dobles era María, y en manos de Jorge había quedado la crianza del hijo.
Pero Jorge sentía que había fallado, que no había podido cumplir el sueño de María, estaba seguro de que no era suficiente ni para ella ni para su bebé. Comenzó a deprimirse y el alcohol pasó a ser el combustible de su andar y el calmante de sus penas. No había plata ni fuerzas para continuar. Un fracasado, se llamaba a sí mismo a veces.
Las cuatro o cinco casas alrededor de la de ellos parecieron quedar atrapadas en la misma suerte. Construcciones y hombres a mitad de camino. Hoy se conoce a esa esquina como la villita de Luz y Fuerza.
María sin embargo no se daba por vencida, lo tenía a Huguito y confiaba en Jorge, el hombre que había elegido como compañero. Siguió trabajando incansablemente para sostener su casa, su hogar, aun a costa de su propia salud. Mientras tanto, Jorge hacía changuitas acá y allá, siempre cargando al hombro a su hijo. Tal vez se exagere, pero se dice que más de una vez fue Huguito quien con sus años pequeños debió cargarlo a él.