TRACCIÓN A SANGRE / Prólogo de Leo Oyola para CIELO DE CABALLOS

Supe tener grandes amigos y grandes amores en el Oeste. Aún conservo algunos. Al que hace rato no veo —porque se mudó al campo— es al Toncho Francini; que siempre me hizo cagar de risa por cosas divinas de su personalidad de una candidez única. Íbamos mucho al cine. También pasamos juntos un par de vacaciones. Pero lo que más me encantaba del loco era verlo bailar: hacía el mismo paso para cualquier ritmo. Como marchando. Con toda la onda, eh. Flor de actitud la del Toncho. Y encima, de la banda de la 6ta, era el único que no usaba tejanas: sus botas eran… raras. Raras y con orgullo. Él las denominaba como si fueran empanadas: Las Salteñas. Yo se las idolatraba. Más cuando se ponía a patear rocanrol. Nos encontrábamos para salir los sábados pasada la medianoche en la esquina de 25 de Mayo y Brown en Morón. Decíamos “¿Nos vemos en Mango?” y hasta ese negocio de ropas llegábamos para ver si pintaba ir a Ramos, mandarnos hasta Flores o tirar el ancla ahí nomás y cruzar la vía para amanecernos en La Biblioteca, José Conga o María Bonita. El Toncho estudió veterinaria y también sabíamos ir a bailes que se hacían en Agronomía. En una fiesta de la primavera que organizó su facultad conocí a la mamá de mi hijo. El Tordo se recibió. Los amigos empezaron a consultarle por sus perros, gatos, tortugas, canarios; y el Toncho Francini después de revisarlos exhaustivamente ya sea perro, gato, tortuga o pájaro tiraba el mismo diagnóstico: “hay que sacrificar”.


Ya volveremos con el Toncho Francini y esos grandes amigos y grandes amores del Oeste; que aún no habían llegado a este mundo cuando el cantante Leo Dan hizo llorar a la provincia de la que era oriundo y a todo el país en la película homónima a su hit: Santiago querido, film en el que interpretaba a un playboy —dale, Leo, ¿posta?— que de repente ve trastocada su vida loca cuando llegan a ella un niño y su burrita: Cachilo y Yunga; siendo el pobre animal —durante el tercer acto de la historia— quien sufre un accidente desbarrancándose en un monte de Atamisqui y tras la atención baqueana inevitablemente llegar al diagnóstico que popularizara mi amigo el Toncho: Leo Dan y la concha del pato, ¡sacrificaron a Yunga!


Sí, sacrificaron a Yunga. Y en la pérdida de aquella burrita muchas personas se sintieron identificadas ante ese dolor, ante esa impotencia de no poder hacer más por un ser que nos ha dado tanto. En lo personal, después de una relación como la que tuve con un gato que se llamaba Sam Peckinpah, me replantee el término mascota. Creo que no le hace justicia a un compañero, a una compañera; a un ser que es puro amor hacia uno y que está ahí en las buenas y en las malas. ¿Cuántas veces estas criaturas presenciaron peleas de parejas o familias disolviéndose y aun así permanecieron cerca? No porque no tuvieron otra cosa que hacer. Se les siente el respeto. Se les siente que lo están padeciendo junto a uno. Así como en el día a día compartimos lo mejor, también cuando toca lo amargo están ahí, no se borran. “Amigos y hermanos” se ha escrito en estas páginas. “Amigos y hermanos”, proclama el libro que en este momento tienen entre sus manos.


“Hay que sacrificar”, diagnosticaba el Toncho. “Hay que sacrificar”, nos explicaba el maestro Laiseca a la hora de ponernos a escribir; sobre todo lo que se va a dejar de lado para ponernos a contar una historia.


Gilda es una de mis grandes amigas no solamente en el Oeste, sino en esta vida. Gilda escribió sobre una familia que supo vivir al costado del Barrio Luz y Fuerza; ahí en la esquina de Alcalde Rivas y Carlos Calvo: la de los botelleros de al lado de lo de Leo Francisco, otro gran amigo del Toncho y mío; amigo con el que nos vemos un poco más y que también usaba botas tejanas, nos hacía la segunda para ir al cine, recitales, incluso un taller literario. Hablando de eso: Gilda viene teniendo una relación extraordinaria con su escritura, en la que retrató y retrata todas estas calles que nos tocaron andar, todas esas vidas que espiamos más o menos, incluso la noche en su acepción más antipática y dura. Y para su Cielo de caballos, redefine a través de un pinto un término como tracción a sangre comúnmente utilizado para un viaje/trabajo/explotación animal en un traccionar de un vínculo entre un padre, una madre, su hijo y este equino al que rebautizan como al changuito de Santiago querido: Cachilo; un pinto que es (para mí) idéntico al que cabalgaba Michael Landon en Bonanza pero que para nuestro Huguito es como el Tornado del Zorro.


Mamá y papá que se enojan si su nene lleva a su casa algo que no es suyo por más que sea un regalo; una mamá y un papá que entre ellos pueden estar distanciados como pareja pero que van a tirar para el mismo lado cuando estén hablando del futuro de su hijo… y ese chico al que se le pide que sea hombre demasiado temprano, ese chico que por ponerse a laburar se va a ir alejando cada vez más del estudio y de las oportunidades a las que hubiera podido acceder. Todo eso y más también: el prontuario de quienes le precedieron. De cómo Huguito creció y pasó a ser El Loco Hugo. Cosas que nos hacen eco, cosas que sabemos de primera mano, historias calcadas y a la vez únicas gracias a la mirada y sensibilidad de nuestra Nadia Comaneci de la literatura del conurbano —literatura y punto—; insistimos: esa gran amiga, esa gran persona, esa gran escritora que es Gilda Olle. Que no los ha conocido al Toncho Francini o a Leo Francisco pero que seguramente ellos la leerán más temprano que tarde. Porque hay que regalar, circular, dar a conocer la obra de Gilda. Este es el momento. Y esta es la hora del Cielo de caballos.


Leo Oyola


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